B I E N V E N I D O S
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domingo, 8 de julio de 2012
Elmyr de Hory
Así vivió el falsificador de 1000 obras de arte, Elmyr de Hory
Fue el más elegante de los timadores. Nacido en una adinerada familia húngara, la II guerra mundial le privó de su herencia. Por casualidad, una de sus pinturas fue vendida en París como un Picasso: y Elmyr de Hory encontró el filón. Viajó por el mundo gozando de la vida y huyendo de la ley, hasta alcanzar la increíble cifra de 1000 obras falsas vendidas. Nacido en 1905, murió en la Ibiza tras pasar 16 años en la isla. Una exposición con obras propias le homenajea 30 años después de su muerte.
El escritor Clifford Irving describe así a Elmyr de Hory a su llegada a la isla de Ibiza, en el verano de 1961: “Llevaba un monóculo pendiente de una cadena de oro, sus jerséis siempre eran de Cachemira (…). Lucía reloj de pulsera de Cartier, y se sentaba al volante de un descapotable Corvette Sting Ray de color rojo… Era, así lo hizo saber, ‘un coleccionista de obras de arte’”.
Y añade: “Si había alguna opinión unánime sobre el suave y acicalado húngaro era que nunca había trabajado un día en su vida, ni podría, ni iba a hacerlo”.
Pero nadie sospechaba la realidad: no sólo había sido el falsificador más grande de la Historia, capaz de colocar durante 21 años un millar de obras de artistas como Picasso, Modigliani, Matisse, Renoir, Toulouse-Lautrec, Gauguin, Chagall… Además, su vida había sido de película: siempre en los mejores hoteles e inmerso en los círculos sociales más selectos, siempre huyendo (de los nazis, del FBI, de la Justicia española…).
Ahora, casi 30 años después de su muerte, la galería madrileña Tribeca le dedica una exposición que incluye 25 obras (dibujos, gouaches, acuarelas, plumillas y tinta china) inspiradas en Modigliani, Picasso, Toulouse-Lautrec, Matisse, Léger y Renoir, más un lienzo (pintado entre 1955-57) inspirado en André Lhote, un pintor postimpresionista cercano al cubismo y el fauvismo.
Pero, ¿quién fue realmente Elmyr de Hory? ¿Cómo llegó a convertirse en el falsificador más importante de todos los tiempos? ¿Por qué el cineasta Orson Welles se inspiró en él para realizar su película-documental “F” de fraude (1974), y hasta la revista Time le dedicó su portada?
Este genio de la falsificación nació en 1905 en Budapest, hijo de dos ricos aristócratas de origen judío. Decidido a ser artista, se trasladó a París, donde trabajaban entonces Matisse y Derain, y por donde aparecía a menudo Picasso. “Como la mayoría de los pintores jóvenes del momento, les conocía a todos”, contaba.
La II Guerra Mundial trastornó su mundo. Fue conducido a Alemania y, en un interrogatorio, la Gestapo le rompió una pierna. Trasladado a un hospital en las afueras de Berlín, logró escapar de la manera más increíble: un día notó que la puerta de entrada estaba abierta y se marchó andando de puntillas. Consiguió llegar a Budapest, donde aguantaría hasta el final de la guerra.
Tras el conflicto, volvió a París. Pero ahora era “pobre, pintor y ya no era joven”. Entonces, una amiga noble y multimillonaria, lady Campbell, se fijó en un dibujo que él había hecho en 10 minutos y lo confundió con un Picasso. Desconcertado, Elmyr se lo vendió. “Fue tan fácil que no podía creerlo. Ni siquiera me sentí culpable, era una cuestión de supervivencia”.
Muy pronto, se dedicó a recorrer Europa vendiendo sus dibujos de Picasso. Tras las penalidades de los últimos años, era maravilloso volver a alojarse en los mejores hoteles, pedir buenos vinos y viajar en primera clase. Cada vez que vendía algo, lo celebraba con Mouton-Rothschild cosecha de 1929.
En agosto de 1947 se trasladó a Nueva York. A la fiesta de inauguración de su nueva casa estaban invitados Zsa Zsa Gabor (a la que había conocido en Budapest), Anita Loos, Lana Turner y René d’Harnoncourt, en aquel momento director del Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Empezó entonces un periplo que le llevó de Hollywood a San Francisco, Portland, Seattle y San Diego. En Texas tuvo un éxito inmediato con los nuevos magnates de la industria petrolífera, ansiosos de cultura inmediata. “Yo era una gran atracción”, recordaba Elmyr. “Me gustaba Texas y me gustaban los americanos. Me sorprendía lo generosos y sencillos que eran todos”.
Pese a algún pequeño tropiezo, su negocio iba viento en popa. Su colección privada pronto incluyó gouaches, dibujos, acuarelas y pequeños óleos falsos de Matisse, Picasso, Braque, Derain, Bonnard, Degas, Vlaminck, Laurencin, Modigliani y Renoir.
En los años 50, empezó a vender por correo a museos de arte moderno y galerías de todo Estados Unidos. A menudo, retenían las obras durante varias semanas mientras buscaban asesoramiento de expertos. Pero el resultado siempre era positivo. En todo este tiempo, sólo un par de dibujos fueron puestos en duda.
Finalmente, sucedió lo inevitable. Vivía entonces en Florida, cuando un coleccionista —a quien De Hory había vendido algunas obras— prestó sus dibujos para una exposición que tuvo que ser cancelada porque dos de ellos “no eran originales”. Elmyr huyó durante unos meses a México. Después se enteraría de que el FBI había visitado su apartamento, preguntando cuándo volvería.
Fiestas y museos. Por esa época, el precio de sus obras estaba alcanzando cotas astronómicas. Las piezas ya vendidas iban dispersándose y terminaban a menudo en colecciones particulares y museos. En el de Detroit encontró expuesto un Modigliani salido de su mano. En libros y catálogos aparecían piezas suyas. Todo eso empezaba a deprimirle, más que a halagarle. De regreso a Estados Unidos, Elmyr continuó con su vida de siempre. Dio una fiesta a la que fue Marylin Monroe . “Allí abajo, frente a mi puerta, había tres Rolls Royce”. Pero empezaron a circular rumores entre los grandes marchantes que advertían “ten cuidado con un amable húngaro de 50 años con un monóculo y un Matisse bajo el brazo”. Entonces empezó a falsificar litografías, más fáciles de colocar, y entre ellas muchas de la serie Tauromaquia, de Picasso.
Tras un intento de suicidio, en 1959, Elmyr decidió huir de América. En sus 13 años allí se había convertido en el falsificador más prolífico y de más éxito de la Historia.
Sus obras colgaban en las paredes de museos e instituciones. Había viajado tanto y había utilizado tantos alias, que nadie, ni siquiera los escasos marchantes que habían detectado alguna de sus falsificaciones, estaba en condiciones de imaginar la magnitud de su trabajo.
Justo entonces, descubrió Ibiza. Unido a dos jóvenes manipuladores, Legros y Lessard, el negocio prosperó más que nunca. En el año 1962, Elmyr asimilaba las técnicas al óleo de grandes pintores, mientras sus socios vendían su obra por París, Nueva York, Chicago, Suiza y el sur de Francia. Al año siguiente recorrieron Río de Janeiro, Buenos Aires, Ciudad del Cabo, Johanesburgo y Tokio.
Las hazañas del trío se sucedían sin descanso. Según contaba Elmyr, Legros llegó a enviar una de sus obras a Picasso para que certificara su autenticidad. Éste, que no estaba totalmente seguro, preguntó: “¿Cuánto pagó el marchante por él?”. Le dieron una cifra fabulosa, 100.000 dólares, y Picasso dijo: “Bueno, si han pagado tanto, debe de ser auténtico”.
En Tokio, Legros vendió al Museo Nacional de Arte Occidental tres piezas sobre las que el mismo ministro francés de Cultura, André Malraux, fue invitado a dar su opinión (comentó que los precios eran muy razonables para unas obras de tal categoría).
El multimillonario Algur Hurtle Meadows, magnate del petróleo y poseedor compulsivo de obras de arte, les compró en dos años 15 Duffys, siete Modiglianis, cinco Vlamincks, ocho Durains, tres Matisses, dos Bonnards, un Chagall, un Degas, un Laurencin, un Gauguin y un Picasso.
Pero Elmyr apenas recibía unos cientos de dólares al mes, mal y tarde. “Teníamos que mantenerle pobre, explicaría Lessard después, para que siguiera a nuestras órdenes”. La última etapa de su vida tiene aires de sainete. Sus socios dieron en pelearse públicamente y terminaron ante los tribunales en varios países. Eso afectó a Elmyr, cuyos trabajos perdieron calidad.
Algunas de sus obras despertaron sospechas y pronto el nombre de Fernand Legros empezó a estar comprometido. Tantos escándalos acabaron escamando al magnate texano que pidió el asesoramiento de cinco expertos.
La conclusión fue inapelable: 44 cuadros no eran originales. Meadows se convirtió, según un periodista, en “el hombre que posee la mayor colección de falsificaciones del mundo”.
El final. “La falsificación ha terminado”, dijo entonces Elmyr, “yo ya he sufrido bastante”. Las autoridades españolas habían puesto la vista sobre él y se le abrió una investigación a cargo del Tribunal de Vagos y Maleantes. Le condenaron a dos meses de cárcel por homosexualidad, convivencia con delincuentes y “carecer de medios demostrables de subsistencia”.
Finalmente, todo se serenó y De Hory pudo vivir los últimos años de su vida en relativa paz, en su querida isla de Ibiza. Un año antes de morir, celebró una exposición en Madrid, llena de piezas realizadas “al estilo de” pero firmadas, orgullosamente, “Elmyr”.
Lo más asombroso, sin embargo, es que pudiera engañar a tantos expertos durante décadas. Elmyr, desde los comienzos de su carrera, en 1946, pintó unas 1.000 obras de arte atribuidas a maestros desde Modigliani hasta Picasso. Sólo en la etapa con Legros se calcula que ganó 35 millones de dólares. Y si no hubiera sido por los graves conflictos personales de sus dos socios y vendedores, jamás hubiera sido descubierto.
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